Muchas veces me he preguntado porque nos cuesta tanto sonreír. En uno de mis viajes me asignaron un guía para cuidarme. Hablábamos diferentes idiomas, pero nos pudimos comunicar por medio de la alegría que él transmitía y contagiaba. Deseando hacerme reír de una manera u otra, imitaba el sonido o el movimiento de un animal. En otras ocasiones me mostraba algo que había descubierto; quería impresionarme con algo nuevo y lo lograba. Su motivación fue acompañarme buscando hacer de cada momento algo especial.
Por medio de un traductor, conversamos. Le pregunté cuál era su edad, porque yo no podía calcularla, y él me respondió que no sabía cuándo había nacido. Insistiendo, le pregunté si podía determinar más o menos la edad que tenía, a lo cual me contestó que no sabía, siempre sonriendo. Pero yo quería saber si realmente a él no le interesaba saber su edad. Él me respondió que “no, pues tenía el día presente para vivirlo, el pasado para recordar y aprender, y que el futuro es incierto,” y añadió, “¡qué sería el futuro si el presente no se vive!”
Mirándolo, vi una juventud diferente: una juventud que nace desde lo más profundo de nuestro ser y que se delata en la mirada alegre transmitida en el abrazo del momento. Cuando me despedí le agradecí mucho su compañía y quise manifestárselo con una propina – darle algo que pensé le ayudaría. La puse en su mano, pero me la rechazó; le pregunté porque y me dijo: “Su compañía fue el mejor regalo y eso no tiene precio. Yo soy el que debe agradecerle por aceptar mi ayuda.” Su mirada lo decía todo y expresaba verdadero agradecimiento. Lo que él valoraba era el compartir, vivir el momento; por eso, para él, con esa sonrisa nacida en el fondo de su corazón, cada día es un cumpleaños que celebra como una oportunidad única de vivirlo en su novedad.
Para él no es importante contar cuantos años o días se han vivido o se tienen sino, más bien, cómo se los ha vivido. Qué lección la que nos enseña aquella persona humilde, que, sin estudios académicos, puede expresar con sabiduría lo profundo que es el don de la vida. El Señor siempre sabe ponernos maestros para tocarnos y enseñarnos humildad: ponernos guías que, sin buscarlo, muestran y abren nuevos horizontes y perspectivas en la vida.
Qué lección y qué reto he recibido de aquel guía, persona humilde, quien solo con la experiencia de la vida, y sin la misma fe que la mía, me abrió los ojos con toda su sabiduría. Nos preocupamos mucho y nos esforzamos por adquirir bienes materiales; medimos nuestros triunfos la mayoría de las veces por lo que poseemos, y no por quienes llegamos a ser – por lo que tenemos y no por quienes somos.
Pero, es en el esfuerzo de ser que se vive el presente. En cambio, en el afán de tener se vive la incertidumbre del futuro. ¿Cuál fue la verdadera propina? La compañía y no el dinero. En nuestro afán de vivir, ansiosos por conseguir más, nos olvidamos de ser y sonreír. Jesús nos dice: el Reino de los Cielos está a la mano. Creo que el guía me ayudo a comprender más profundamente esta verdad, no de una manera teórica, sino de una manera real. Si aprendemos a vivir el regalo del momento y aprovechamos la oportunidad única de descubrir el Amor en la vida, la alegría, el consuelo, la compañía. También en los momentos difíciles y oscuros, el Reino de los Cielos está a nuestro alcance. Descubrir la voluntad del Señor en nuestras vidas es el Reino de los Cielos a nuestro alcance, porque nos brinda la oportunidad única de ser humildes, esperar y confiar en medio de las lágrimas para que, con los ojos de nuestro corazón bañados, podamos ver y descubrir algo nuevo y diferente cada día.
Lo que importa y vale es como se vive cada día en su plenitud para poder así ser cada vez más lo que Jesús quiere que seamos. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si pierde en ese esfuerzo el Reino de los Cielos? La sonrisa es una expresión de agradecimiento, una expresión de la paz del corazón que acepta todos los días el reto de ser y no el reto de tener. En el esfuerzo por solo “tener” la sonrisa se diluye y desaparece, le quita la prioridad al corazón, y nos lleva a olvidarnos de los demás, a perder el Reino de los cielos. ¿Qué hacer?
¡Vivamos nuestro día como un regalo, nuestra fe como una medicina, y nuestra vida como un encuentro con ese Reino de los Cielos que está a la mano!