Aún recuerdo la experiencia compartida en un viaje a una comunidad de extrema pobreza: ¡no había electricidad, agua corriente, celulares, o TV!
Cuando llegamos a esta pequeña aldea, la recepción fue increíble: llena de música, cantos, y danzas. Todo el pueblo estuvo presente. Esa bienvenida tan calurosa, alrededor de un
magnífico árbol, incluyó a la comunidad con todos sus jefes. Los niños y los jóvenes me perseguían con alegría, y sin tener un lenguaje en común, querían escucharme, tratar de hablar en mi idioma, y, aunque, no nos entendíamos, sonreían, y buscaban repetir lo que yo les decía.
Lo más sobresaliente fue la atención que se le ponía a la conversación: los ojos se fijaban con gran intensidad en la persona que tenía la palabra. Era como si cada uno de los presentes quisiera absorber cada palabra que se decía. Era palpable el gran respeto hacia el locutor.
Los regalos que recibí durante esa visita no fueron cosas materiales; fueron el compartir tiempo juntos, las sonrisas, la música, la risa, ese abrazo, esas miradas, y la atención con la que me escucharon. Guardo todo eso como un tesoro. Aquellos regalos constituyen una fiesta de Amor que, aunque en pobreza física, tuvo la máxima expresión del corazón humano: el compartir y experimentar el Amor.
A pesar de la pobreza física, encontré una riqueza increíble en esos rostros que sabían sonreír, disfrutar de la compañía, y compartir el momento. Aunque pobres económicamente, cada uno en este pueblo, al estar abierto al prójimo, era verdaderamente millonario en su corazón.
En contraste, en otra ocasión, me encontré en un elevador con un joven adulto y lo saludé. Frente a mi saludo no hubo ninguna respuesta pues esta persona estaba absorta en su celular
y, aunque tenía una mano libre para saludar, su mirada seguía fija en su dispositivo. Creo que para él pase completamente desapercibido; ¡yo no existía! Su rostro, completamente congelado en su mundo —sin aparente necesidad del prójimo — en lugar de alegría, reflejaba soledad.
¡Que contraste! ¡Como hemos permitido que la tecnología nos aísle y nos haga creer que no
necesitamos al prójimo! Hemos dejado que la tecnología cree un mundo artificial donde la necesidad de compartir con otros seres humanos se ha enmascarado con estar conectados
virtualmente por redes sociales, y que la música de la palabra hablada se haya silenciado. Por eso, la sonrisa se ha esfumado de los labios y la capacidad de escuchar ha desaparecido.
Hay muchos países ricos y desarrollados, pero en ellos hay una pobreza enorme en los corazones de muchos y eso los hace incapaces de compartir con el prójimo. En países así, la humanidad
queda anulada por la tecnología y desaparece; la sociedad poco a poco queda congelada en la “nube” tecnológica, sin tener reales puntos de referencia. Estos países y culturas van despareciendo, absortos en una ficción que no existe, donde la realidad se distorsiona en un espejismo, en un vacío que roba al ser humano de su dignidad enfriando el corazón y borrando la sonrisa.
Hay países materialmente pobres, pero son millonarios humanamente hablando porque están realmente vivos y alegres,
libres de sonreír y libres para compartir, donde se celebra la música de la palabra hablada porque es compartida, escuchada,
y valorada, y donde vivir en comunidad y el compartir son la esencia de la vida. En estos países, los corazones están conectados a los corazones de los otros por la realidad de compartir con el prójimo y no a través de la “nube” virtual.
Para que cada persona pueda valorar la vida y crear comunidad, necesitamos el corazón libre y un oído que sepa escuchar. Así la comunidad será fundada en el Amor de Jesús: en el escuchar y compartir con el prójimo.
No somos ni fichas ni números; somos personas con corazones y rostros que nos necesitamos los unos a los otros. Fuimos creados por y para el Amor a Dios, no por Google o Apple, etc. No
tenemos chips en nuestra memoria; tenemos CORAZONES de carne. En el encuentro con el Amor del prójimo encontramos a Jesús y, en Él, la razón de ser y vivir.
Estamos en la temporada de verano. ¿Por qué no le damos a nuestros corazones
unas vacaciones de las redes sociales y de la “nube,” permitiendo tener un encuentro real con el prójimo, compartiendo alegrías, sonrisas, historias, y también penas? Un verdadero encuentro con el prójimo implica hacer un espacio en nuestros corazones para el otro; abrir nuestros oídos para escucharlos; y usar nuestra voz con sinceridad.
Todos necesitamos vacaciones: vacaciones de esa tecnología que nos separa los unos de los otros – de esa tecnología innecesaria que no permite tener nuestros corazones libres. Con corazones
libres se pueda formar una sociedad; sin corazones libres todas las instituciones, comenzando por la familia, van desapareciendo.
Abrámonos a un descanso – ¡abrámonos a un verdadero descanso donde la realidad del encuentro pueda expresar una sonrisa en nuestros labios y el corazón puede experimentar el
Amor de Jesús en el encuentro con el prójimo!